El próximo 20 de enero de 2008 Mortadelo y Filemón, los personajes más característicos de ese genio del cómic nacional que es Ibáñez, cumplirán cincuenta años. Cincuenta años de persecuciones, golpes y carreras a un ritmo tan vertiginoso como hilarante que ha hecho de ellos los supervivientes de una historieta española que hubo un tiempo en que formaba parte sustantiva de nuestra cultura popular , y los actuales paladines de una resistencia épica ante el poder creciente de los cómics estadounidenses y, en imparable ascenso, del manga japonés. Cincuenta años en los que han ido cambiado con un país y una cultura que se ha reflejado en sus viñetas con todas sus miserias, picaresca y desatadas esperanzas.
En 1958, cuando las páginas de la mítica revista “Pulgacito “, buque insignia de la entonces todopoderosa Editorial Bruguera, nos presentaron al dúo bajo el título de Mortadelo y Filemón, agencia de información, Francisco Ibáñez, su creador, contaba veintidós años. Aseguraba entonces que él había comenzado a dibujar prácticamente en el mismo momento del parto, y algo de eso había, porque no tenía más que cinco años cuando en la sección dedicada a los lectores de la revista “Chicos”, donde colaboraba su admirado Jesús Blasco, apareció su primer trabajo.
Perteneciente a una generación de autodidactas, este historietista, recompensado en el año 2001 con la Medalla de Oro al mérito de las Bellas Artes, aprendió mirando con detenimiento en las revistas de posguerra el quehacer de aquellos dibujantes que despertaban en él las ansías de dedicarse a una profesión que ha sido, y sigue siendo, fundamentalmente vocacional. Pero, así como comprendía que en las academias era posible perfeccionar sus dotes para perseverar en el camino de los creadores de corte realista (Alex Raymond, Hal Foster o Burne Hogarth, tres de sus ídolos como lector), la atracción que sentía hacia el humor le impelía a perseverar en la doble escuela de la observación y del mejoramiento en solitario.
El infante Ibáñez, con su carpeta de muestras de un lado para otro, halló un primer hueco en la editorial Marco con sólo siete años, y, tras colaboraciones aquí y allá, pudo ver como empezaba a cristalizar completamente su sueño profesional al ser admitido en la editorial Bruguera a los veinte, un empleo que poco después le posibilitaría abandonar la entidad bancaria en la que trabajaba. Ya sólo era cuestión de dedicarle horas y horas a la profesión hasta que sus patrones le permitieran dar vida a algún personaje que le situase en el modesto Olimpo del cariño de los lectores.
Detectives de pacotilla. Ese instante, aunque aún era pronto para saberlo, se produjo en 1958 cuando, como he dicho antes, la revista “Pulgarcito”, aquejada al igual que todas las publicaciones de la casa de serios problemas con algunos de sus dibujantes estelares, permitió levantar un mayor vuelo a los que se habían integrado en su plantilla más recientemente (esos que hoy conocemos como la segunda generación de Bruguera).
Uno de los recursos habituales de la comicidad ha sido, desde sus orígenes, reunir a dos personajes antagónicos: el payaso listo y el payaso tonto, el gordo y el flaco, el grande y el pequeño… E Ibáñez, consciente del buen resultado de ese contrapunto, nos presentó a unos sosias de Sherlock Holmes y el doctor Watson pasados por la muy especial idiosincrasia española, no al estilo de la manera, más humorísticamente británica en que lo había hecho en su día Enrique Jardiel Poncela, o la surreal de Sherlock López y Watso de Leche de Gabi, en aquellos números de “Flechas y Pelayos” que sin duda leyó de pequeño, sino en línea con un sentido más elemental, y por lo tanto más asequible, de ese disparate que bebe de fuentes más vaudevillescas, por un lado, y más circenses, por otro.
A diferencia del toque costumbrista en el que perseveraban otros compañeros, reflejo de una sociedad en la que todo era precario, y muy influido por los trabajos del genial Manuel Vázquez –“creo que es el mejor historietista de humor que hay en España”, le confesaría a Jaume Perich en 1968, aunque matizando “no el mejor dibujante, sino historietista, no confundamos”–, Ibáñez buscaba en aquellos infelices la mejor de las caracterizaciones. El hábito, conviene tenerlo presente, hace al monje, y ni uno sólo de los cómicos clásicos ha dejado de prever el valor que una buena caracterización tiene como marca de una personalidad propia y única, desde Charlot con su bastón y bombín hasta Jacques Tati con su gabardina y su pipa.
ilemón Pi, el jefe, era un tipo bajito y con dos pelos mal colocados en la cabeza, que empezó vistiendo con un corte muy inglés, a la manera del detective de británico de Baker Street (hasta los policías eran bobees), al que su empleado, Mortadelo, que no socio, no cesaba de crearle continuos problemas con sus descomunales errores. Éste, de aspecto más decimonónico merced a su levita y al bombín, estaba llamado a ser la estrella de las aventuras (ya iba por delante en los títulos de crédito), especialmente porque tenía la habilidad de extraer de su sombrero los disfraces más inverosímiles. Aquel objeto parecía, efectivamente, la gabardina de Harpo Marx, de fondo inacabable e insospechado. Aunque, enseguida, Ibáñez comprendió que podía prescindir de esa apoyatura (de hecho, a veces no se molestaba en explicitarla) y optar por un transformismo más surrealista e inexplicable que no respondiera a la necesidad de un disfraz para que aquel otro calvo (¡bendito sea el dibujante por su defensa abierta y en pareja de la alopecia!), más alto y enjuto, se transformase en lo que fuera de su antojo: animal, mineral o vegetal… de ínfimo tamaño o fuera de toda escala.
De investigadores a espías.En el poco espacio del que disponía inicialmente, una página, el dibujante apenas podía presentar una situación que, como en La comedia de las equivocaciones de Shakespeare, daba lugar a un enredo, pese a que inmediatamente aquello desembocara en un desenlace propio del tradicional burlesque, y cuyo momento culminante solía ser la persecución que el jefe, con ánimo de causar el peor de los daños, emprendía contra su torpe colaborador.
Si alguien dijo que la nota dominante en la historia del humor español es el pesimismo, y de esto saben mucho Luis García Berlanga y Rafael Azcona, Mortadelo y Filemón eran la constatación repetida de que, hispanos hasta la médula, nada de lo que emprendían podía salirles bien.
Diez años de lo que los eruditos llaman slapstick (torta y bastón), apoyado en los gags verbales que inducían a equívocos y de gags visuales de la mano del mutable Mortadelo agotan a cualquiera, pero aún constituía una mayor rémora el sistema de trabajo estajanovista de la editorial, para la que Ibáñez no cesaba de crear chistes y personajes: La familia Trapisonda, un grupito que es la monda; 13 rue del Percebe; Godofredo y Pascualino viven del deporte fino; El Botones Sacarino, de El Aullido Vespertino; Rompetechos (su otra gran debilidad); El doctor Esparadrapo y su ayudante Gazapo; El sheriff de Porra City; Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio; o, entre muchísimos más, Doña Pura y doña Pera, vecinas de la escalera.
Como ya les hubiera sucedido a otros creadores de aquel despiadado emporio, Ibáñez entró en colisión con la sobreexplotación a la que se veía sometido y, acicateado por su conquistada popularidad, quiso trascender nuestro mísero mercado. Aspiraba a colocarse en una situación semejante a la que en el mercado francobelga gozaban dos de sus dibujantes más apreciados: Albert Uderzo (Astérix) y André Franquin (Spirou y Fantasio, y Gastón el gafe, este último la referencia desencadenante de su botones Sacarino).
Al servicio de la TIA. Fruto de aquellas ansias de libertad fueron las primeras páginas de la obra que la crítica ha considerado siempre el mejor trabajo de Ibáñez, El sulfato atómico, en el que los protagonistas eran muy similares a su Mortadelo y Filemón, pero con las suficientes diferencias para no crear una colisión con los derechos que Bruguera, acostumbrada a no respetar a sus autores, mantenía en su poder. El que aquella inmersión en el exterior se viera frustrada y el que la editorial española se aviniera a mejorar sus condiciones, le hizo regresar a la casa madre y darle una vuelta de tuerca a su singular dueto.
Hace diez años, con ocasión de una exposición que organicé para Círculo de Lectores sobre el cuadragésimo aniversario de estos héroes, pude tener en mis manos algunas páginas de aquella soberbia aventura en el país de Tirania, la que con más primor ha dibujado, y comprobar los papeles pegados con que Ibáñez había devuelto el rostro de Mortadelo y Filemón a aquel par de espías que ahora mismo no recuerdo si llegaron a tener un nombre propio.
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En 1958, cuando las páginas de la mítica revista “Pulgacito “, buque insignia de la entonces todopoderosa Editorial Bruguera, nos presentaron al dúo bajo el título de Mortadelo y Filemón, agencia de información, Francisco Ibáñez, su creador, contaba veintidós años. Aseguraba entonces que él había comenzado a dibujar prácticamente en el mismo momento del parto, y algo de eso había, porque no tenía más que cinco años cuando en la sección dedicada a los lectores de la revista “Chicos”, donde colaboraba su admirado Jesús Blasco, apareció su primer trabajo.
Perteneciente a una generación de autodidactas, este historietista, recompensado en el año 2001 con la Medalla de Oro al mérito de las Bellas Artes, aprendió mirando con detenimiento en las revistas de posguerra el quehacer de aquellos dibujantes que despertaban en él las ansías de dedicarse a una profesión que ha sido, y sigue siendo, fundamentalmente vocacional. Pero, así como comprendía que en las academias era posible perfeccionar sus dotes para perseverar en el camino de los creadores de corte realista (Alex Raymond, Hal Foster o Burne Hogarth, tres de sus ídolos como lector), la atracción que sentía hacia el humor le impelía a perseverar en la doble escuela de la observación y del mejoramiento en solitario.
El infante Ibáñez, con su carpeta de muestras de un lado para otro, halló un primer hueco en la editorial Marco con sólo siete años, y, tras colaboraciones aquí y allá, pudo ver como empezaba a cristalizar completamente su sueño profesional al ser admitido en la editorial Bruguera a los veinte, un empleo que poco después le posibilitaría abandonar la entidad bancaria en la que trabajaba. Ya sólo era cuestión de dedicarle horas y horas a la profesión hasta que sus patrones le permitieran dar vida a algún personaje que le situase en el modesto Olimpo del cariño de los lectores.
Detectives de pacotilla. Ese instante, aunque aún era pronto para saberlo, se produjo en 1958 cuando, como he dicho antes, la revista “Pulgarcito”, aquejada al igual que todas las publicaciones de la casa de serios problemas con algunos de sus dibujantes estelares, permitió levantar un mayor vuelo a los que se habían integrado en su plantilla más recientemente (esos que hoy conocemos como la segunda generación de Bruguera).
Uno de los recursos habituales de la comicidad ha sido, desde sus orígenes, reunir a dos personajes antagónicos: el payaso listo y el payaso tonto, el gordo y el flaco, el grande y el pequeño… E Ibáñez, consciente del buen resultado de ese contrapunto, nos presentó a unos sosias de Sherlock Holmes y el doctor Watson pasados por la muy especial idiosincrasia española, no al estilo de la manera, más humorísticamente británica en que lo había hecho en su día Enrique Jardiel Poncela, o la surreal de Sherlock López y Watso de Leche de Gabi, en aquellos números de “Flechas y Pelayos” que sin duda leyó de pequeño, sino en línea con un sentido más elemental, y por lo tanto más asequible, de ese disparate que bebe de fuentes más vaudevillescas, por un lado, y más circenses, por otro.
A diferencia del toque costumbrista en el que perseveraban otros compañeros, reflejo de una sociedad en la que todo era precario, y muy influido por los trabajos del genial Manuel Vázquez –“creo que es el mejor historietista de humor que hay en España”, le confesaría a Jaume Perich en 1968, aunque matizando “no el mejor dibujante, sino historietista, no confundamos”–, Ibáñez buscaba en aquellos infelices la mejor de las caracterizaciones. El hábito, conviene tenerlo presente, hace al monje, y ni uno sólo de los cómicos clásicos ha dejado de prever el valor que una buena caracterización tiene como marca de una personalidad propia y única, desde Charlot con su bastón y bombín hasta Jacques Tati con su gabardina y su pipa.
ilemón Pi, el jefe, era un tipo bajito y con dos pelos mal colocados en la cabeza, que empezó vistiendo con un corte muy inglés, a la manera del detective de británico de Baker Street (hasta los policías eran bobees), al que su empleado, Mortadelo, que no socio, no cesaba de crearle continuos problemas con sus descomunales errores. Éste, de aspecto más decimonónico merced a su levita y al bombín, estaba llamado a ser la estrella de las aventuras (ya iba por delante en los títulos de crédito), especialmente porque tenía la habilidad de extraer de su sombrero los disfraces más inverosímiles. Aquel objeto parecía, efectivamente, la gabardina de Harpo Marx, de fondo inacabable e insospechado. Aunque, enseguida, Ibáñez comprendió que podía prescindir de esa apoyatura (de hecho, a veces no se molestaba en explicitarla) y optar por un transformismo más surrealista e inexplicable que no respondiera a la necesidad de un disfraz para que aquel otro calvo (¡bendito sea el dibujante por su defensa abierta y en pareja de la alopecia!), más alto y enjuto, se transformase en lo que fuera de su antojo: animal, mineral o vegetal… de ínfimo tamaño o fuera de toda escala.
De investigadores a espías.En el poco espacio del que disponía inicialmente, una página, el dibujante apenas podía presentar una situación que, como en La comedia de las equivocaciones de Shakespeare, daba lugar a un enredo, pese a que inmediatamente aquello desembocara en un desenlace propio del tradicional burlesque, y cuyo momento culminante solía ser la persecución que el jefe, con ánimo de causar el peor de los daños, emprendía contra su torpe colaborador.
Si alguien dijo que la nota dominante en la historia del humor español es el pesimismo, y de esto saben mucho Luis García Berlanga y Rafael Azcona, Mortadelo y Filemón eran la constatación repetida de que, hispanos hasta la médula, nada de lo que emprendían podía salirles bien.
Diez años de lo que los eruditos llaman slapstick (torta y bastón), apoyado en los gags verbales que inducían a equívocos y de gags visuales de la mano del mutable Mortadelo agotan a cualquiera, pero aún constituía una mayor rémora el sistema de trabajo estajanovista de la editorial, para la que Ibáñez no cesaba de crear chistes y personajes: La familia Trapisonda, un grupito que es la monda; 13 rue del Percebe; Godofredo y Pascualino viven del deporte fino; El Botones Sacarino, de El Aullido Vespertino; Rompetechos (su otra gran debilidad); El doctor Esparadrapo y su ayudante Gazapo; El sheriff de Porra City; Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio; o, entre muchísimos más, Doña Pura y doña Pera, vecinas de la escalera.
Como ya les hubiera sucedido a otros creadores de aquel despiadado emporio, Ibáñez entró en colisión con la sobreexplotación a la que se veía sometido y, acicateado por su conquistada popularidad, quiso trascender nuestro mísero mercado. Aspiraba a colocarse en una situación semejante a la que en el mercado francobelga gozaban dos de sus dibujantes más apreciados: Albert Uderzo (Astérix) y André Franquin (Spirou y Fantasio, y Gastón el gafe, este último la referencia desencadenante de su botones Sacarino).
Al servicio de la TIA. Fruto de aquellas ansias de libertad fueron las primeras páginas de la obra que la crítica ha considerado siempre el mejor trabajo de Ibáñez, El sulfato atómico, en el que los protagonistas eran muy similares a su Mortadelo y Filemón, pero con las suficientes diferencias para no crear una colisión con los derechos que Bruguera, acostumbrada a no respetar a sus autores, mantenía en su poder. El que aquella inmersión en el exterior se viera frustrada y el que la editorial española se aviniera a mejorar sus condiciones, le hizo regresar a la casa madre y darle una vuelta de tuerca a su singular dueto.
Hace diez años, con ocasión de una exposición que organicé para Círculo de Lectores sobre el cuadragésimo aniversario de estos héroes, pude tener en mis manos algunas páginas de aquella soberbia aventura en el país de Tirania, la que con más primor ha dibujado, y comprobar los papeles pegados con que Ibáñez había devuelto el rostro de Mortadelo y Filemón a aquel par de espías que ahora mismo no recuerdo si llegaron a tener un nombre propio.
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Artículo aparecido en El Cultural por Felipe Hernández Cava
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